Una mañana de invierno, soplando viento del oeste, trozos de madera aparecieron yaciendo dispersos a la orilla de una playa de una villa marinera del Cantábrico. Seguramente, fueran restos de algún barco que había naufragado.
La víspera de Nochebuena, un antiguo marinero que se vio obligado a retirarse, pues sufría alergia a las algas, se fijó en aquellas maderas y las recogió.

El marinero, a quien de joven le había gustado más trabajar de carpintero que salir a la mar, pensó que quizá si utilizaba aquellas maderas para hacer juguetes podría contribuir a su sustento, ya que la paga que recibía apenas le daba para vivir.
Ante aquellas maderas, le vino a la memoria como su sueño de juventud fue convertirse en ebanista, pero la tradición familiar le llevó a dedicarse a la pesca.
El marinero llevó lo recogido a su pequeño taller, que estaba sito en el almacén donde todavía guardaba sus antiguos aparejos de pesca.

Entre aquellos trozos de madera le llamó la atención uno de ellos. Era ligero, anaranjado y con una curva suave. Vagamente, recordaba a un pez, a algo que podía nadar.
El antiguo pescador, que se llamaba José, sopesando la madera, murmuró para sí:- “Veo algo en ti”.
Entonces, tomó las herramientas y sus manos callosas comenzaron a tallar. Se percató de que cada viruta que caía al suelo era un suspiro de alivio para la maderina.
Poco a poco fue liberándola de su forma tosca, la curva se acentúo, una cola rudimentaria tomó forma y las aletas brotaron de sus costados.
José, convencido de que aquel singular trozo de madera no quería ser un barco, ni una silla o una mesa, sino un pez, trabajó con cuidado, respetando la veta natural de la madera.
Una vez que el trocín de madera tomó la forma de un precioso pez, pintó con esmero unas franjas blancas ribeteadas de negro sobre su tono anaranjado natural. Y, así, aquella maderina se transformó en un maravilloso pez payaso.
A la mañana siguiente, Rubén, un niño que solía visitar a José, vio sobre la mesa del taller el pez payaso y cogiéndolo entre sus manos exclamo:
-”Oh, es el juguete más hermoso que he visto”.

El marinero, conmovido por la alegría del niño y el espíritu de la Navidad, decidió empaquetar el pez y dejarlo a la puerta de la casa del rapacín, como si de un regalo de Papá Noel se tratara.
Una vez que Rubén, que estaba feliz con su juguete, enseñó el pez a sus amigos, todos los niños del pueblo pidieron a los Reyes un pez payaso como el de Rubén.

En la Navidad siguiente, José, al recibir tantos encargos de peces payaso de todos las partes del mundo, tuvo que contratar aprendices, para cumplir con todos los pedidos.
Y es que a veces, las cosas que consideramos sin valor pueden transformarse en algo hermoso y significativo, especialmente cuando se les da una segunda oportunidad.
¡Feliz Navidad!






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