Cuando cursaba el primer año de bachillerato en el Instituto de enseñanza Media de Llanes, había una niña en mi clase a la que se le daba todo bien. Destacaba en todas las asignaturas, fueran de letras o de ciencias, y además, por si fuera poco, era guapa y dibujaba genial. Pero no eran esas cualidades las que yo codiciaba, lo que verdaderamente envidiaba de mi compañera de estudios, era que vivía en un faro, concretamente en el de San Emeterio, el más solitario del litoral asturiano y rodeado de encinas.
La razón radicaba en que, desde siempre, yo sentía atracción por los faros, estuvieran cerca de la costa o junto a ella, y sobre todo los situados dentro del mar, en los que me imaginaba que las olas rompían con estruendo.
Los faros, que me parecían como soltados a capricho, me abrían a la fantasía, los creía repletos de elementos poéticos, románticos y envueltos en un halo de misterio.
Incluso, estaba convencida que gran parte de las habilidades de aquella chica provenían de habitar en aquel lugar, casi al borde del acantilado, a muchos metros de altura, silencioso, con constante olor a mar.
Pensaba, en mi corta edad, que allí se escondían y entretejían miles de historias entre la niebla, que se podían oír los cantos de las sirenas, ver las piruetas de los delfines, encontrar mapas de tesoros y avistar los barcos piratas.
Me la figuraba en aquella torre blanca azulada, ora subiendo por la escalera metálica de caracol que conducía a la linterna de donde partían destellos blancos equidistantes, cuya luz alcanzaba muchas millas; Ora asomada, como una princesa, al balcón rematado con una veleta y un pararrayos. Además, alguien me había comentado que en los bordes del camino al faro crecían una plantas, que yo nunca había visto, que se llamaban aleluyas, las cuales florecían instantes antes de
comenzar las tormentas.
Todas las noches me preguntaba por qué mi padre no había
estudiado para farero.
No fui consciente, hasta tiempo después, que mi compañera vivía aislada, que tenía que madrugar muchísimo para llegar puntual al instituto, bajando hasta Pimiango por un camino estrecho y sinuoso, descendiendo por una vaguada de muchos metros de desnivel, y que casi todo el año salía y regresaba a su casa de noche. Tampoco me daba cuenta que no contaba con amigas cerca para jugar y que en el faro cualquier pequeño percance, accidente o enfermedad eran muy problemáticos.
La fijación por los faros me sigue persiguiendo, y no hay vez que al ver uno no me entren deseos de visitarlo.
Y, aunque suponga egoísmo por mi parte, me entristece que la mayoría de los pocos que continúan operativos lo sean de manera automática y controlados a distancia.
Del libro “De la sorpresa a la emoción”
Dibujo, Juan Llamas
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