En el verano de 1885, François Achille Bazaine, que había sido mariscal de Francia, fue huésped de los condes de Mendoza Cortina, en su impresionante palacio de cristal de Pendueles.
El conde y el mariscal se conocieron, y trabaron gran amistad, en México, donde Bazaine ostentaba el mando del ejército francés y era, hasta la llegada de Maximiliano, la máxima autoridad en el naciente Imperio por orden expresa de Napoleón III que, como el mariscal, estaba casado con una española, Eugenia de Montijo.
Al parecer Francisco Mendoza Cortina asistió a la suntuosa ceremonia de la boda en segundas nupcias del militar que, tras enviudar, contrajo matrimonio con una mexicana, Pepita Peña Azcárate, sobrina de un ex presidente de la República, a la que llevaba 37 años de edad.
Asimismo, el conde era asiduo invitado en el deslumbrante palacio de Buenavista, regalo de bodas de Maximiliano y Carlota a la joven esposa de Bazaine.
El insigne personaje, a causa de su poco tacto y sus ambiciones, que le hicieron concebir la idea de reemplazar al mismísimo emperador, fue relevado y volvió a Francia.
Tras las vicisitudes de la guerra franco-prusiana resultó acusado de traición y condenado a muerte. Se le conmutó la pena por 20 años de prisión, que no cumplió, ya que huyó del presidio de la isla de Santa Margarita, refugiándose en España bajo la protección de Alfonso XII, reanudando entonces la amistad con los condes de Mendoza Cortina.
Y a ese momento quería llegar yo para contar que en aquel verano que el abatido Bazaine pasó en Pendueles, sus anfitriones se esforzaron en hacer agradable su estancia, llevándole de excursión en el cómodo landó, uno de los primeros coches que circuló por los agrestes y ásperos caminos del Concejo.
En uno de aquellas paseos llegaron al alto del Cristo del Camino o de la Horcada, donde se unen las cuestas de Cue y de la Arquera, en términos de La Portilla, y el mariscal, a través de los mismos gemelos con los que había observado las más sangrientas batallas del siglo, contempló el mar por encima de San Pedro, el Torreón, las antiguas murallas, las ruinas de Duque de Estrada, la Iglesia, la casa del Cercao, la plaza de Santa Ana y el palacio de Rivero, exclamando extasiado: ¡Ah, la grande Ville!.
Percatados sus acompañantes de que si acercaban a su ilustre invitado a Llanes, de aquellas un menguado caserío, se decepcionaría, inventaron uno y mil pretextos para posponer la visita de Bazaine a la Villa.
Refería el conde que cada vez que visitaba al mariscal en Madrid, le participaba que no quería morir sin pisar Llanes.
Nunca cumplió su deseo.
Fotografía: Valentín Orejas
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