Hoy, si tienen un ratín, quisiera que me acompañaran hasta la Iglesia de Santa Eulalia de Ardisana, en la que todavía perduran vestigios de su origen románico, y desde allí seguir un amplio y pendiente camino empedrado que baja hasta Palaciu, pueblo nacido en torno a la casa-palacio de los Posada.
Y a esa suerte de palacio, que llamaban la Torre, y concretamente a los tiempos de la ocupación francesa pretendo “transportarles” con el fin de dedicar unas líneas a Don Blas Alejandro de Posada y Castillo, uno de esos llaniscos que bien se merece un recuerdo.
Era hijo de don Benito José de Posada y doña Manuela del Castillo. Contrajo matrimonio con doña Josefa Herrero Sánchez de Tagle, y de dicho matrimonio nacieron 12 hijos, María de las Nieves, Blas Alejandro, Manuela, Fernando, Josefa, Benito, Agustín, Joaquín, Ana, Juan, José y Vicenta. Falleció en el año 1837.
Don Blas, que heredó el mayorazgo de sus padres, había sido elegido para participar en la redacción de la Constitución conocida popularmente como “La Pepa”, pero no llegó a incorporarse como diputado para tan importante tarea, ya que no tuvo más remedio que luchar en la guerra de la Independencia.
Enseguida, empezaron a destacar sus actuaciones contra los franceses y su capacidad para mantener la moral de combate de los llaniscos, lo que dio lugar a que fuera perseguido y obligado a vivir errante, escondiéndose en Cabrales y montañas cercanas, y algunas veces acudiendo, en secreto, al lugar donde residía su familia, que no era otro que la casa solariega de Palacio de Ardisana.
En el mes de febrero de 1810, a través de un espía, los invasores se enteraron de que Posada visitaría a su esposa que acababa de dar a luz, y quisieron sorprenderle.
Aprovechando la oscuridad de la noche rodearon la mansión, la reconocieron, forzaron la salida de su mujer y sus hijos, y sin conmoverse por las lágrimas y súplicas de los pequeños y su madre prendieron fuego a la Torre para que se abrasará Don Blas.
Éste, que había tenido tiempo para huir en los primeros momentos, arrojándose casi sin ropa por una ventana, y sin saber la suerte que habían corrido su familia y los servidores, vio desde las alturas de Riocaliente el incendio de su hogar y el de sus antepasados.
No acabaron con la guerra de la Independencia los servicios que aquel hombre, en el que la inflexibilidad para sostener la razón y la justicia no estaba reñida con la generosidad y amabilidad, prestó a su país y a Llanes, ya que también se distinguió manteniendo el orden público en el levantamiento carlista y custodiando los vasos sagrados y demás alhajas de la Iglesia de la Villa, ante la posible incautación tras el decreto de desamortización de Mendizábal.
Su apoyo a Rafael del Riego para poner en valor la Constitución de 1812, proscrita por Fernando VII, y su arrojo para encarcelar al enviado del Intendente General que pretendía cobrar usureramente a Llanes cantidades de un empréstito forzoso, los dejaremos para otra ocasión.
Una vez llegado al fin de este viaje al pasado en el que los he embarcado, convendrán conmigo que debemos congratularnos porque haya habido llaniscos, como Posada Castillo, que participaran en los acontecimientos que forjaron y definieron la España contemporánea.
Fuente, “El Oriente de Asturias”
Imágenes, Valentín Orejas
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