En el barrio del Pedroso de Vidiago, cerrado perimetralmente por un alto muro de piedra, con dos accesos y rodeado de jardines con mucha vegetación, se alza “El Palacio” o “La Casona de Ignacio Villar”.
De la impresionante mansión, en la actualidad vendida a un particular que la está rehabilitando, librándose de quedar convertida en una urbanización de más de una veintena de viviendas, llama la atención, además del color de su pintura, un amarillo que recuerda al disco de las flores de las margaritas, la fachada principal que presenta pórtico diáfano en arcos de medio punto y al eje de cada uno de ellos balcones volados de hierro y forjado.
También, sorprende sus dimensiones que dan cabida a 31 estancias distribuidas en planta baja, principal y bajo cubierta, así como capilla con luz natural y coro.
Esta casa Palacio, después de tener diferentes dueños, relacionados con la fundación de la parroquia de Vidiago, pasó a ser propiedad de Manuel J. Lamadrid, que emigró a México e hizo fortuna. Y, como era hombre de cultura no vulgar, trabó amistad con el gran poeta español José Zorilla, con el que mantuvo fluida correspondencia, llegando el escritor a elogiar al indiano en su obra “Recuerdos del tiempo viejo” como uno de los hombres que mejor idea le hicieron formar de la humanidad y a quien dice deber los mejores consejos y más valiosos servicios; añadiendo, algo insólito para la época, que a los dos meses ya se tuteaban.
Y aquí quería llegar yo para contar que, fruto de aquella amistad, el 27 de septiembre de 1882, el poeta, ya viejo, desilusionado, pobre y casi olvidado por una España con cuyos valores no se identificaba, se presentó en la casa de Lamadrid para curar sus penas y hallar calor y amparo en sus achaques.
Tres meses estuvo el poeta en Vidiago, a la que describió como “una Arcadia pacífica, bellísima y fértil, entre las montañas y el mar, cuyo móvil y azulado lomo, cuya espuma y cuyo rumor, se percibían desde los balcones de mi aposento”.
Y durante aquel tiempo, además de redactar parte de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que fue en verso, impresionado por las bellezas de aquellos paisajes y las costumbres de sus gentes, escribió una leyenda que tituló “El cantar del romero”, abriendo dicho libro “El bufón de Vidiago”
Y con la última estrofa de ese famoso poema dejamos en su rehabilitación al literario Palacio:
“Llaman a esto un bufón aquí en Vidiago,
porque bufa en verdad y estruendo mete,
que da pavura y amenaza estrago,
a mí nombre poner no me compete
a las obras de Dios, lo que aquí hago
es venir a adorar a este boquete,
al Dios para quien es la mar un lago,
y este extraño fenómeno un juguete”
Fotografía, Valentín Orejas
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