A estas alturas del año, y cansada del largo invierno, ansío los días luminosos y cálidos. No es fácil conseguirlos en esta parte del planeta. Los días de nuestras primaveras, además de caprichosos, resultan necios al empeñarse en ser lluviosos. Mi madre solía decir que las gabardinas son para la primavera.
El exceso de la lluvia primaveral hace que abunden las setas y embellece los almendros, pero impide que maduren algunas frutos, hace estragos en las frambuesas, y en sensibles flores, como las rosas. También la proliferación vegetal, que produce, nos promete el doble de incendios en verano.
Afortunadamente en esta primavera se nos están presentando días despejados, o , al menos, aparece en el cielo algún claro alentador. Se dispersan las nubes, y por un momento el sol parece descansado y con ganas. Se limpia el aire. Todo brilla, haciendo que los colores sean más colores, así el verde es más verde y el azul más azul. Percibo que el verano está a la vuelta de la esquina. Entonces lo que añoro es ir a la playa y bañarme. Aunque el agua esté gélida, tenga que llevar chaqueta, y buscar un sitio resguardado para no sucumbir en el intento. Y es que mi cuerpo y me mente me piden que pise descalza la arena, me sumerja en el mar, me tapice de salitre, y luego que seque al sol. Al bañarme en el mar me siento bien, pienso mejor. Es como si soltara el lastre acumulado.
Debe ser verdad que la vida comenzó en el mar. Y seguramente la razón por la que cuando más cómodos nos encontramos, manifestamos que nos sentimos como peces en el agua y no pájaros en el aire o culebras en el desierto.
Como decía la escritor Karen Blixen, a la que conocemos como la protagonista y autora de “Memorias de África”: “La cura para todo es siempre el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”.
Del libro “La ilusión de los lunes” (2012)
Imagen, Valentín Orejas
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