Corriendo el siglo XVIII, la conservación de alimentos era acuciante, sobre todo para los marinos, que embarcaba en viajes que duraban meses e incluso años.
Los procedimientos tradicionales como la salazón de carne y pescado, además de limitaciones de tiempo de almacenaje, tenían mal sabor y también perjuicios en la salud.
Fue un confitero francés, Nicolas Appert, quien en torno a 1795 ideó un procedimiento de conservación sencillo y eficaz.
Consistía en colocar los alimentos en un tarro de cristal cerrado herméticamente y hervirlo durante un cierto tiempo, con lo que se mataban los microorganismos.
Más tarde, otro francés, Philippe de Girard, marchó a Londres con la intención de explotar económicamente el invento, aportando una innovación, en vez de utilizar tarros de cristal, usar recipientes de hojalata, o sea láminas de hierro bañadas en estaño.
Girard se asoció con un empresario inglés, Peter Durand. Más tarde, hacia 1811, vendieron la patente a otro empresario, Bryan Donkin, que fue quien inauguró la primera fábrica de conservas de la historia.
Imagen, Valentín Orejas
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