El primer jueves del mes de octubre de 1896, sobre las 6 de la mañana, en vista de la tranquilidad de la mar, salieron de nuestro puerto algunos botecillos camino a la Restinga para pescar peces cornudos, abundantes en esas fechas.
Al cabo de 3 horas, el mar fue adquiriendo un marcado relieve con síntomas de gran tempestad, por lo que rápidamente volvieron al puerto todas las lanchas, a excepción de dos, una tripulada por Pablo Callejo, Agustín Díaz y José Sotres; y la otra por Fernando Cue y Román Romano Romano.
Dichas embarcaciones, que se distinguían a lo lejos confundidas entre la densa bruma, se dirigieron al puerto, pero al comprobar que la entrada en bajamar era imposible, pusieron rumbo a la punta de Ballota.
Hasta allí se habían acercado seis personas provistas de cabos y salvavidas, las cuales, tras reconocer la playa, se dieron cuenta de que la entrada era imposible e indicaron a las embarcaciones que volvieran de nuevo al puerto de Llanes, lo que hicieron con la esperanza de aprovechar la pleamar.
Entre las 2 y las 3 de la tarde, numeroso gentío llenaba los sitios del Fuerte, Media Luna y San Antón escudriñando con ansiedad el horizonte, descubriendo, a lo lejos y a intervalos, dos puntos negros, que entre las gigantescas olas aparecían y desaparecían.
Entonces, sobre lo más alto de la roca del Caballo se vio a un hombre haciéndoles señas para que se acercaran en la dirección que señalaba. Era Hermógenes de la Cruz, que decidió asumir, ante aquella situación tan terrible, la responsabilidad para que se prepararan a entrar antes de que empezara a descender la marea y se hiciera de noche.
Doquiera lamentos angustiosos, sollozos, invocaciones, viéndose a muchas personas dirigirse a la capilla de la Guía para rezar pidiendo protección y amparo.
Nadie concebía que aquellos dos cascarones con cinco hombres a bordo, podrían resistir el brutal empuje de la olas.
Aprovechando un momento de calma se escuchó la voz de Hermógnes:
-¡Adelante! ¡Bogar fuerte! ¡La proa a la cueva de San Antón!
Y así, sin saber cómo, por el aire, llegó la lancha patroneada por Pablo Callejo.
Pasaron unos minutos, las olas calmaron nuevamente, y ¡Adelante! volvió a gritar Hermógenes a los dos tripulantes del bote que faltaba. Y se fueron acercando, aunque muy lentamente, ya que Román Romano tenía 64 años, y Fernando Cue, aunque fuerte y sereno, llevaba la mano derecha al timón y bogaba con la izquierda. La letía fue larga, muy larga, y de un modo difícil de explicar, avanzando sobre las olas, ¡Llegó!.
Estas dolorosas escenas presenciados aquel 6 de octubre de 1896, eran “el pan nuestro de cada día” en el puerto de la villa.
Fuente: “El Oriente de Asturias”
Imagen, “El Oriente de Asturias”
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