Por: Tino González Espina

 Aquel veintitrés de diciembre, el Patrón de la embarcación Villa de Llanes nos  llamó urgentemente para salir a faenar. “Juanitu el de Cué” iba a ser padre. Su mujer,  Marina, estaba fuera de cuentas, pero la necesidad obligaba a zarpar. La demanda de  pescado y marisco, para aquellos días, era grande, las tormentas de los días anteriores  habían imposibilitado la faena.  

 La radio advertía de la peligrosidad de la salida del puerto, pero las capturas de  aquel el año, habían sido escasas y las familias de los pescadores necesitaban un alivio  en su maltrecha economía.  

 En el horizonte no se veía una nube, por lo que nos arriesgamos a zarpar horas  antes del amanecer. El día transcurrió tranquilo, las redes y las nasas hacían su trabajo y  la tripulación cantaba viejas canciones marineras que hablaban de aquellos balleneros  que un día vivieron en la Villa.  

Cuando el sol se colocó en lo más alto, el cocinero ya había preparado la  marmita, lanzamos nuevamente los aparejos y nos dispusimos a comer.  

 El barco comenzaba a balancearse y el farolillo que alumbraba el camarote  avisaba que era hora de regresar a puerto. Cuando salimos a cubierta se divisaban unos  negros nubarrones que auguraban una gran tormenta. El patrón del barco nos apremiaba  para recoger con premura las redes, pero una de ellas se había trabado y no terminaba de  subir a cubierta.  

 Pronto las nubes nos cubrieron y las olas golpeaban cada vez más fuerte en el  casco de la veterana embarcación. Antes habíamos bregado con temporales similares, la  tripulación era experta y la embarcación segura, pero las olas no parecían tener fin. Una  espesa niebla nos cubrió, haciendo cada vez más difícil la navegación. Los motores  trabajaban sin tregua, pero la noche nos cubrió de desesperanza. La llegada al puerto se  hacía aquella noche imposible. Todos pensábamos en nuestras familias. Seguro estarían  junto al faro, en aquella atalaya que honra a la Muyerina, que espera el regreso del  marinero junto al fuego.  

 La noche quiso ser interminable y la tormenta no parecía amainar. Cuando a lo  lejos una luz tenue e intermitente nos avisaba de la cercanía de la costa. Estábamos a  unas tres millas, era el faro de Llanes situado en la punta de San Antón. El oleaje se  hacía insufrible y los bufones chorreaban hacia el cielo las columnas de sal.  

 La entrada al puerto se hacía inalcanzable, la embarcación necesitaba achicar el  agua, que incesantemente llegaba de todas las direcciones. Todos creíamos que la nave naufragaría, pero inesperadamente, un golpe de mar, nos encauzó a la bocana del  puerto.  

 Aquello fue lo más parecido a un milagro que recuerdo en mi larga vida. Eran  las seis y cinco de la mañana, habíamos conseguido llegar. Junto al muelle, Covadonga,  la hermana de “Juanitu”, le avisaba que Marina estaba de parto. Las amarras fueron  fijadas a las bitas y Juanitu desembarcó. Corriendo, sin mirar atrás fue a casa, allí  Marina, postrada en la cama, le estaba esperando con un precioso niño recién nacido.  

-Mira, Juanitu, somos papás, ha nacido a las seis y cinco de la mañana. 

-Es Pelayo, tu hijo.  

 Juanitu con lágrimas en los ojos abrazó aquel niño que esbozó una mueca lo más  parecida a una sonrisa.  

 Los marineros del Villa de Llanes, casi sin aliento, descargaron la mercancía que  estaría en las mesas de la noche más significativa para la Familia.  

 Aquel niño no sólo había traído un pan bajo el brazo, había guiado a un puñado  de seres queridos en el regreso a sus hogares.  

 Aquella Nochebuena fue especialmente celebrada por todos los marineros que se reunieron para compartir su alegría en la Capilla de Santa Ana, patrona de los marineros  Llaniscos.  

 

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