No siempre tuvieron el mismo nombre, en un principio dicen que se denominaban Idoúbeda, más tarde, pudieran ser el legendario Mons Vindius de los romanos, después, en los tiempos de la Reconquista, se les llamó las peñas de Pelayo.
Me refiero a esos montes paralelos al mar cantábrico que dominan nuestro litoral, conocidos, por ser sus cumbres la primera tierra que veían los marineros, como Los Picos de Europa.
En el oriente de Asturias, podemos contemplarlos desde muchos lugares: Pimiango, el pozo de la Oración, Los Callejos, El Allende, La Malatería, Camarmeña, la sierra plana de los Carriles, Villanueva de Pría.
Si bien, para mí no hay vista más privilegiada, mejor mirador natural a los Picos de Europa que el del alto del Torno.
Allí, de repente, al sur, aparecen los tres macizos, el occidental o montes de Covadonga, el central o los Urriles, escoltados por los ríos Cares, Duje y Deva, y el oriental o de Ándara, y los ojos se pierden entre los montes, se cuelgan de las peñas, cumbres, agujas y picos, hasta que se detienen en el más altivo, aunque Torrecerrero sea más alto, en el más arrogante, aunque Peña Santa sea más grandiosa, y ya no hay Peña Vieja, Pico Santa Ana ni Picos de Hierro, solo el inconfundible: Uriellu o Naranjo de Bulnes que, con nieve o sin ella, pues todo le queda bien, te hechiza cuando lo miras, al tiempo que te recuerda que lo que podamos construir, es pequeño.
Aunque parezca mentira, Los Picos no son todo lo que en el Collado del Torno impresiona y deslumbra, ya que tan solo dando unos pasos hacia el norte, te asomas al mar. Y, en ese escenario, en el que es imperdonable no parar, el colofón, si hay suerte, lo ponen los pacientes buitres, blancos y negros, que por encima de los Picos o contra ellos ocupan el cielo. Y con más suerte aún, se les puede ver bajar, dando vueltas, planeando, volando a vela. Uno, tres, seis, once.., pierdes la cuenta.
Al descender, nos encontramos con lo que faltaba de nuestra identidad- además de la montaña y el mar- un valle interior, un pequeño mundo aparte, la llanura de Llamigo con sus caseríos dispersos, y a lo lejos la capilla de Nuestra Señora de Loreto, a la que rodea una leyenda fundacional que cuenta como un emigrante, que se fue a la deriva en la mar, ofreció alzar un templo en el primer descampado en el que pusiera los pies. Al parecer, pisó tierra en Cuevas del mar, y cumplió su promesa.
Y al final, Nueva que, según cantan, no se llama Nueva, que se llama Nueva York.
Imagen, Valentín Orejas