Muchas veces, cuando me da por recordar el Llanes que yo conocí en mi pubertad, pienso, que con todas las cosas que hicimos, no éramos tan irresponsables, podíamos ser aventureros, atrevidos, forrados con “la piel del diablu”, pero las cosas que hacíamos las hacíamos pensándolas bien, pues a veces jugábamos muy fuerte.
Otro tema eran los padres. En mi caso, me cuidaron, protegieron y me ayudaron a ser un hombre, pero, por otro lado, tanto en Atarfe como en Llanes, desayunabas, y a la calle, con los amigos. Comías, algunas veces siesta, y a la calle, lo mismo que se hacía después de cenar, al Sablin, si el tiempo lo permitía. Horas y horas fuera de casa, totalmente incontrolados, porque, aunque se imaginaban por donde andábamos, solo era eso, “se imaginaban”.
Si yo hubiera visto a mis hijas, o mis nietas hacer la cuarta parte de las “actividades” que hacíamos nosotros, ahora estaría “más seco que la mojama”
La historia comienza, cuando una tarde de verano, paseando por San Pedro, acompañados del cachorro de dogo que teníamos en casa, el perrin “Thor”, atraído por no sé qué, salto el muro y quedo medio colgado sobre la Mar, haciendo verdaderos esfuerzos para trepar y volver a subir. Conseguimos cogerlo, aunque yo lo vi, un par de veces, cayendo al vacío.
Pasado este capítulo, y hablando con mis más entrañables compañeros de aventuras, mi hermano Carlos, y mis primos Enrique, Javier y Tanín, llegamos a la conclusión de que, si algún día teníamos que intervenir ante un hecho semejante, teníamos que estar preparados para actuar con la mayor ligereza y seguridad. Y así lo hicimos, había que aprender a bajar y subir por el “resbalón” (El “Resbalón de San Pedro”), que era el único sitio por el que se podía bajar con una cierta seguridad.
El momento más delicado y raro, era el pasar sobre el muro hacia afuera, por lo que decidimos que lo mejor era empezar subiéndolo, así que para ello bajamos, más o menos por la “Punta Guruñu”, y caminando sobre “la lastra”, llegamos a la base del “Resbalón”, por el que poco a poco empezamos a “esguilar”.
Nos encontramos que la subida no era nada difícil, pues toda la pared estaba marcada por una serie de hendiduras, como si fueran las señales dejadas por un puño sobre una pasta blanda, que hacía muy cómodo el ir apoyando en ellos las puntas de los pies, al mismo tiempo que podías sujetarte con las manos.
Al principio el truco era no mirar hacia abajo, pero pronto te acostumbrabas y ya no le dabas mayor importancia.
Lo que, si nos costó más, fue el acostumbrarte a bajar, pues el momento de pasar por encima del muro que bordea el Paseo para colocarte en el resbalón y comenzar a descender por él, tenía su aquel, aunque sin mayores problemas, ya que ninguno de nosotros padecía de vértigo.
Le llegamos a tomar tanta confianza, que el transitar por esa pared era para nosotros como una diversión, creando el espectáculo entre los que por aquellos momentos transitaban por el Paseo.
Todo esto se acabó, cuando una tarde, en la romería que se organizaba en La Moria durante las fiestas de Santa Ana, y disfrutando de unas sidras y de unas riquísimas patatas fritas de “Chucha”, alguien, no sé quién, fue el “iluminao”, y posiblemente el más “afectado” que dijo muy provocón y serio … “Vamos al resbalón a bajarlo en madreñas”.
Atrevidos si, revoltosos también, inconscientes un pelín, pero locos, lo que se dice locos… ¡Eso sí que no! …y… ¡San “Seacabó”! Que esas cosas sabes cómo empiezan, pero como terminan…
Tiempo después, cuando alguien, entre ellas mis tías, que sin casi salir de casa se enteraban de todo, me preguntaban… ¿Pero ¿cómo se os ocurrió tal cosa, el bajar por el “resbalón”?
La contestación era similar a la frase para la historia con la que contestó el legendario George Mallory, al ser preguntado porque quería subir al Everest…” Porque está ahí”
Aunque, como dijo otro clásico, Lionel Terray, fue “la conquista de lo inútil”.
Un abrazo, buena Mar y hasta la vista amigos.
Fernando Suárez Cué

El denominado ‘resbalón’, en el recién acondicionado e impresionante mirador sobre el Cantábrico, en nuestro único e incomparable ‘Paseo de San Pedro’. (1850)
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