El llamado “óleum morruhae”, que como su nombre indica, es el aceite extraído de hígados de bacalao del Atlántico Norte (Gadus morhua), o sea, el popular e inolvidable “aceite de hígado de bacalao”, el que yo me malicio suministraron comúnmente a los niños en tiempos pasados, allá por los años de mi infancia en el pasado siglo XX (¡Concho Fernandín!… que vieyu eres), en una época caracterizada por sus escaseces alimentarias, entre otras, que se reforzaron con suplementos nutricionales de “gran potencia”, como fueron los “gránulos de calcio” y el mencionado “óleum”, que se creía, y se cree, que su ingesta que puede aliviar el dolor y la rigidez articular relacionada con la “artritis”, y paliaban los dolores que nos podían producir el natural estado del crecimiento, tanto óseo, como articular y muscular, y aunque actualmente no existen, al parecer, estudios científicos que respalden estas declaraciones, como en aquellos tiempos no nos la “cogíamos con papel de fumar” (que expresión más bonita y acertada), yo creo que nuestros progenitores acertaron un diez, sobre diez.
No iban mal encaminados nuestros padres, ya que este aceite, del que nos pudimos beneficiar por sus altos niveles de ácidos grasos “Omega 3”, siendo los principales de ellos el “ácido alfa-linolénico” (ALA), el “ácido eicosapentaenoico” (EPA) y el “ácido docosahexaenoico” (DHA), encontrándose el primero (ALA), principalmente en aceites vegetales como el de linaza, el de soja (“soya”) y de canola, y los otros dos (DHA y los EPA), en el pescado y los mariscos.
Yo no sé cómo se oa habrá quedado el cuerpo a vosotros, pero, aunque esta información es exactamente correcta y buena, y demuestra un gran conocimiento del asunto, yo me he quedado como antes de leerla. No he entendido nada.
Pero sigamos.
Lo que, si sé, es que tanto a mi hermano Carlos como a mí (nuestra hermana Ana Teresa, todavía no había nacido), nos llegó a gustar, hasta tal punto, que le llamábamos “el vinín”.
Cuando vivíamos en el tercer piso de la casa familiar en “Santana”, bajábamos al segundo, donde vivían nuestras tías, para que nos dieran “el vinín”, pero sabiendo con quien se jugaban “las perras”, lo primero que hacían, era llamar a “Teresina”, nuestra madre, para comprobar que no nos la había dado, encontrándose, más de una vez, con la sorpresa, que lo que nosotros queríamos era hacer “un doblete”,
Pero esto no acabó, pues me acuerdo, que en una visita que tuvimos de nuestra tía María Magdalena Cué de la Fuente (tía “María”), y su esposo Jesús González (tiu “Jesús”), que habían venido desde Barcelona, donde residían para pasar unos días con nosotros, al parecer, al ver la operación, y creyendo que nos hacían un favor, nos obligaron a tomar una miga de pan para que pasara mejor el aceite.
El efecto fue inmediato, echamos hasta la “rascadina” de las tripas, y no volvimos a tomar semejante bebida, por el asco que nos causó.
Y es que cuando las cosas funcionan… ¡Virgencita, déjame como estaba”!
Ahora bien, el aceite en este caso el de aceituna, no ha desaparecido de mi vida, pues si hay una merienda que todavía me gusta es el coger un buen pedazo del “curruscu” de una barra de pan, hacerle un agujero quitándole parte de la miga, llenarlo de aceite, atacarlo todo con azúcar y volver a poner miga que quitamos… ¡“Bocato di cardinale”!
Recuerdo también los agradables ratos que pasaba tomando “las once”, con “Tita Isabel”, mi añorada suegra, y que consistía en lo siguiente. En un platín de postre poníamos una poco de aceite templado con cuatro granos de sal, en el que íbamos mojando miguinas de pan hasta acabar con él. Nos encantaba. Probarlo, es un verdadero “gustus cardinalis”
Un abrazo, buena Mar y hasta la vista amigos.
Fernando Suárez Cué
Foto (1) Hígado de bacalao.
Foto (2) Aceite de hígado de bacalao.
Foto (3) Cucharada de “vinín”.
Foto (4) Modernas e insulsas cápsulas de aceite de hígado de bacalao.
0 comentarios