LA “CUEVA DE SAN ANTÓN”

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A bajamar, uno de los sitios a los que más me gustaba ir era a enredar en el arenal que quedaba a “punta de ola” entre la Tijerina y La Barra, con un dato muy curioso, que aún hoy en día no le encuentro ninguna explicación, y que era el que acostumbrado a bañarme infinidad veces en esa zona con la pleamar, tirándome desde La Barra tanto por dentro, hacia el puerto, como por fuera hacia el Sablón, nunca lo hice a bajamar. No me llamaba la atención.

Según donde te encontraras, o la prisa que tuvieras, había varias maneras de bajar a la arena, por las escaleras que había en el muelle enfrente de casa y de las escalerinas que salían desde la huerta, por otras escaleras muy curiosas que estaban talladas en las rocas de la “medialuna”, debajo y a la izquierda de la caseta de (“El criminal”), y que creo e habían servido para acceder desde allí al sable antes de construir los muelles, o directamente por el roquedal que quedaba de “La Cabeza de Caballo”.

Sea como fuere, ese lugar dio pie para la inquieta imaginación de un crio de poco más de 7 años para elaborar infinitos juegos y aventuras.

En la margen del rio, del cual que no tendría ni dos palmos su lámina de calado, hacíamos unos agujeros y los llenábamos de agua, para a hacer una especie de acuario, en el que poníamos los “pececinos” que conseguíamos pescar, y que lo hacíamos a base de azotar el agua con toda la fuerza que podíamos tirando una piedra, y que al hacer saltar esa agua sobre la arena, arrastraba con ella un grupo de “alevines””, que quedaban varados sobre ella y que una vez recogidos con cuidado los depositábamos en los “acuarios”. Alli quedaban, hasta que la entrante de la Mar los liberaba. 

Alevines en la ría

Alevines en la ría

Para cruzar el Carrocedo, sin descalzarse, teníamos una manera muy ingeniosa y era que aprovechando el que andábamos con pantalones cortos, no poníamos de rodillas y gateando sobre ellas y las manos, con los pies puestos hacia atrás y lo más alto posible, por supuesto, cruzábamos tan alegremente la ría.

Bajo la roca donde se ubicaba un edificio, usado por el contratista Antonio Sánchez Álvarez, y mal llamada, creo yo, la “Caseta del criminal”, las corrientes de la bajamar dejaban unos pozos que, aunque parezca mentira, están plenamente habitados por quisquillas, las cuales algunas de un tamaño más que considerable, eran objeto de caza para llevarlas a casa para que las cocieran, si eran muchas, o para comerlas directamente y en crudo, si eran pocas. A mí me gustaban muchísimo.

Por cierto, ahora haciendo un inciso en este rollo, os voy a dejar una receta de quisquillas que tuve la ocasión de probar en un restaurante en la playa de “Las Escobetas”, en el puerto de “La Garrucha” (Almería), y que siendo de lo mejorcito que he probado nunca, las seguimos preparando en casa, cada vez que podemos. ¡Riquísimas!

Se meten las quisquillas en un recipiente profundo, tipo sopera y se las cubre con agua y mucho hielo, sal, y zumo de limón, todo ello al gusto. Se deja que se marinen durante unos 45 minutos (yo les doy algo menos de tiempo), y de la sopera a la boca. Os van a encantar, duras, sazonadas y sabrosas. El único secreto es que las quisquillas sean muy, pero que muy frescas. Una vez lo probe con gambas pequeñas y escogidas, y no es lo mismo. ¡La quisquilla es la quisquilla! 

Pero, sigamos.

Antes de llegar a La Barra, y en las rocas donde quedan los restos de la “Cabeza de Caballo”, se encontraba un pozo, el pozu “Los bayones”, una grieta labrada en la roca con una boca de 1,5 m. y una profundidad de 2 m. aproximadamente, y que llamaba la atención porque era el mágico y bello resumen de la vida en la Mar. “llámparas”, “bígaros”, “anémonas”, “mulatas” y peces, entre ellos y muy abundantes los “bayones”, y las enormes “quisquillas”. Esas si eran grandes, pero muy difíciles de coger, pues enseguida se iban al fondo.

No había los solicitados “cámbaros peludos” en esa zona de “solana”, pues les debería de molestar el calor por lo que donde se encontraban era en la lastra de enfrente, bajo “La Tijerina” y hasta el muelle de Santiago. Creo que se debería a que por ser una zona “a Sur”, y por lo tanto muy umbría, se encontraban mejor.

Allí si los había. Unos cámbaros que daba miedo verlos y “más peor” el meterles mano, para lo cual empleábamos los hierro de la cocina económica, la de carbón de nuestra casa, para alegría y regocijo de mi madre y mis tías, pues no sé porque misterio de la Natura, la mayoría de las veces no volvía. Al que había que volver era a Manolín “El hojalateru” a que hiciera otro. 

Entonces levantabas la vista, y, ahí estaba, (como en la canción de “La Puerta de Alcalá), mirándote con su negro ojo, “la Cueva de San Antón”, entre la “Punta de San Antón” y “Peña Preciada”, donde los podías encontrar, mayores que andaricas, gordos, peludos, coloraos y con peores intenciones que J.R., el de la serie televisiva “Dallas”.

'Cueva de San Antón', bajo la capilla.(1920)

‘Cueva de San Antón’, bajo la capilla.(1920)

Para un criu de 6 años era toda una aventura. La cueva no era muy grande (para mi enorme, no la “amolemos”), posiblemente mediría entre 15 y 20 metros, con las dos bocas, de entrada y salida muy amplias y una altura de no más 3 metros.

En su interior, la arena era firme y dura, la humedad se podía cortar con un cuchillo y el olor que desprendía era totalmente de viva “mariscada”, llenándote los oídos unos sonidos muy especiales, unos chasquidos agudos, o “cracs”, producidos por las “mulatas“ y “cámbaros” que por allí andaban enredando.

Mi héroe en esos tiempos era “Jotina”, pues tenía una habilidad y un sistema para cazarlos, que a mí me llenaban tanto de admiración como de un cierto y respetuoso miedo.

Veréis. Cuando localizaba al “peludu”, y si le cabía la mano, lo que hacía era presentarle el dedo índice doblado, hasta tocarlo, esperando que el animal se lo enganchara con cualquiera de sus pinzas. Entonces, con un vocabulario no exactamente académico, pero si recogido por la RAE (español puro y duro), y juntando “el cielo con la tierra”, mientras con el dedo pulgar presionaba sobre el dedo índice, sujetando entre ellos la pinza del crustáceo y tirando poco a poco y con movimientos de vaivén, lo iba moviendo hasta conseguir sacarlo de su “encueve”. Algunas veces solo salía la pinza, pero entonces era cuando entraba en juego el metálico “fierru”.

Le dije que me enseñara a pescarlos de esa forma, y aunque él hizo todo lo posible porque lo aprendiera, que queréis que os diga, a mí, en cuanto alargaba la mano, y la metía en la grieta, me entraba un… No sé qué, que yo que se, que qué sé yo”.

Un fuerte abrazo, buena Mar y hasta la vista amigos.

Fernando Suárez Cué

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