Recogen algunos de nuestros autores que en la primera mitad del siglo XIX únicamente había tres casas sobre la playa del Sablón.
Una, la única que se conserva, era la conocida como de “La Ballena”, que contaba con un patio de servicio, gran corralada y corredor, y donde se beneficiaba ese cetáceo que tuvo tanta importancia en nuestra costas.
Otra pertenecía a la familia del poeta que nos dejó los versos más entrañables de amor por la Villa, Ángel de la Moría. Y en la que él mismo nos cuenta que vino al mundo:
“Poqu´ estaréis pa saber
qu` ero llaniscu de veras
y que nací n`a Moría
en una casina vieya
qu´ a la orilla del Sablón
tien un huertín a la vera
y que frente ´l pozu mismu
del Alloral, con pobreza,
tienen míos padres so casa
que Dios bendiga y defienda”.
Pero no es del poeta enamorado de las cosas de Llanes, a la que ninguna consideraba pequeña, de quien en esta ocasión pretendo escribir, sino de una simpática anécdota que he encontrado en un libro de Cayetano Rubín de Celis, editado por El Oriente de Asturias en el año 2001, referente al tercer propietario del grupo de casas que se asomaban al Sablón, y que se llamaba Francisco Fuentes.
Éste, a quien su vecino Ángel de la Moría, según dejó escrito, afanaba prunos en su huerta, en la que destacaba, además de frutales, una gran encina, era un personaje muy popular, y se le conocía con el apodo de “Arranca”.
No salía a la mar, como cabía esperar de un habitante del barrio marinero, se dedicaba a variados oficios, entre ellos ejercía de jardinero.
Cuentan que estando arreglando el jardín del Marqués de los Altares, el aristócrata le preguntó:
-Arranca, ¿qué pájaro es ese tan raro que has traído?
-Es un loro, Señor Marqués.
-¿Cómo un loro, si tiene el pico y las patas largas?
-Señor Marqués, es que es un loro de Jamaica..
No sabemos que cara se le quedó al dueño del Palacio de los Altares ante semejante salida de Francisco Fuentes, pero lo que conocemos es que por entonces había la costumbre de coger pollos recién nacidos de gaviota y antes de que fueran capaces de volar quitarles algunas plumas y soltarlos en los jardines y huertas, ya que prestaban un buen servicio al comerse toda clase de bichos sin tocar las plantas y las flores.
Y “Arranca”, suponemos que para divertirse y tomar el pelo al personal, había pintado de colores a un pobre “chimborru”, que exhibía amarilla y roja la cabeza y verdes, las alas. ¡Un loro de Jamaica!.
Fuente: “Recuerdos y Memorias” de Cayetano Rubín de Celis.
Fotografía, Valentín Orejas
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