De todas las casas señoriales que en hilera jalonan la playa de Santa Marina de Ribadesella, levantadas en los inicios del siglo pasado, tras la apertura del balneario por iniciativa de los marqueses de Arguelles, mi preferida es villa Rosario.
Y no es que no me parezca encantadora la sobriedad de planta del chalet Piñan, hoy dedicado a albergue, o no me maraville el color de los azulejos del chalet verde, ni que no se me queden prendidos los ojos en la torre en esquinera ornamentada con motivos florales del chalet de los marqueses de Arguelles.
Y tampoco es que tenga yo afición a lo excesivo o recargado, pero esa suerte de fiesta modernista, en la que cada motivo arquitectónico pide una fotografía, me gusta tanto que no creo que sea capaz de describirla, y eso es lo que me suele ocurrir cuando me encuentro con algo que es infinitamente mejor que lo que yo jamás pueda llegar a escribir.
En Villa Rosario, actualmente reconvertida en un hotel, te quedas sin miradas para las cubiertas amansardadas con aristas, las torres asimétricas, los balcones, uno de peineta en el porche y otro adintelado al nordeste, las galerías acristaladas, tan de este clima, y las terrazas, la mayor con balaustrada, de otros climas, sus exquisitos tonos azulados inspirados en el mar cantábrico, y las tejas vitrificadas, como escamas de colores brillando al sol.
Este palacete, villa o chalet, fue construido por un indiano natural de Margolles, Cangas de Onís, Antonio Quesada González, que muy joven emigró a Cuba, seguramente viajando en el mítico bergantín “La Habana” que partía del puerto riosellano.
Tras hacer fortuna vendiendo tabaco seco y triturado, se casa con su prima Rosario Quesada, y de vuelta a España compra, en 1912, el solar a la marquesa, y hace realidad su sueño, al que da el nombre de su esposa: Rosario.
No hay conformidad sobre quién fue el arquitecto de tan apabullante mansión, unos textos recogen que se trató de Manuel del Busto, otros se la adjudican a José Quesada Espulgas, hermanastro de su mujer, pero fuera uno u otro, cuentan que el indiano, a la vista del gran despliegue de elementos decorativos, le espetó: “Para, no añadas más cosas, que ya me he cansado”.
Orillando un visible atentado arquitectónico, todas estas edificaciones que se alzan en la playa de Santa Marina, donde suavemente desemboca el Sella conformando un precioso estuario, se combinan entre sí y siguen inalterables, ofreciendo un escaparate de la suntuosidad, vistosidad y coquetería de la construcción indiana.
Y como final de este paseo, les recomiendo volver por la calle interior, para apreciar las fachadas orientadas al mediodía.
Fotografía: Valentín Orejas
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