BUCEANDO EN “EL ORIENTE DE ASTURIAS”
Desde que se remodeló el Parque de Posada Herrera, convirtiéndolo en un espacio funcional, una suerte de plaza, lo he atravesado en contadas ocasiones. La razón, como se pueden imaginar, es sentimental. Me produce nostalgia los cambios en la fisonomía del lugar, al que llamábamos el Paseo a secas, donde se desarrollaron tantos de mis juegos de infancia.
De aquellas, a mi poco me decían la gran variedad de árboles autóctonos y exóticos, no reparaba en los tejos, laureles, magnolios, aguacates, tuyas, yucas, camelias, castaños, palmeras, ni siquiera en la llamativa y aparasolada catalpa, con sus hojas grandes en forma de corazón, sus flores blancas acampanadas y sus frutos como aflautadas legumbres.
Tampoco me fijaba en los pequeños caminos entrelazados que lo surcaban en todas las direcciones. Asimismo, no tenia conocimiento de que la estatua de Posada Herrera no era la original, pues fue aquella derribada en el año 1937. A mí lo que me gustaba verdaderamente del Paseo, eran los estanques, no por los nenúfares que se arraigaban en el fondo y alzaban sus fragantes y delicadas flores de todos los colores del arco iris, sino lo que me atraía de aquel agua verde eran los renacuajos. Me parecía fascinante que aquellas larvas, que tenían branquias externas y nadaban como peces, se pudieran convertir en ranas, sapos, incluso en salamandras o tritones.
Así que en primavera, cuando los estanques bullían de vida, cogía cabezones- se me ocurre que a lo mejor ahora tal cosa está prohibida-, los metía en un frasco de cristal y los llevaba a casa. Allí los traspasaba a un gran plato hondo, que procuraba alejar del sol, les echaba trocinos de lechuga triturada, les cambiaba el agua, y contaba los días con la esperanza de que perdieran la cola, les salieran las patas y se asomaran a respirar a la superficie, en suma que se produjera la mágica alteración de forma.
Nunca conseguí, a pesar de los incontables intentos, que alguno de mis renacuajos llegara a transformarse en anfibio, todos pasaban irremediablemente a mejor vida a manera de larvas, y tampoco recuerdo que lo lograra algún amigo con los suyos. La reiterada falta de éxito del experimento me hizo dejar en paz a los renacuajos de los añorados estanques del parque y me llevó a pensar que aquello de la metamorfosis debía ser un cuento chino, tan cuento como el del sapo que con un beso se transformó en príncipe.
Imágen, “El Oriente de Asturias”
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