También conocidos como «caracol de mar», «caracolillo» y «caramuxos», este es un molusco gasterópodo, univalvo que pertenece a la familia de los «Littorinidae».
¿Qué le habrá hecho esta familia a Linneo, para que la llame así? En fin…
Se encuentra en el Atlántico y el Mediterráneo, y se recolecta a mano en las rocas que quedan al descubierto en las zonas intermareales, siendo el más popular y habitual de los caracoles marinos consumidos por nosotros.
Los bígaros son una buena fuente de vitaminas como tiamina, riboflavina, vitamina B12 (hidrosolubles) y vitamina E (liposoluble), contribuyendo eficazmente esta última, en la protección de las células frente al daño oxidativo, y os lo cuento tal y como lo he leído porque no tenía ni idea.
También se usa como cebo para la pesca, para lo que hay que romper su gruesa concha con una piedra o un pequeño martillo.
Una vez extraído el animal, basta con introducir el anzuelo en el pie del caracol, que es la parte más tenaz de un anzuelo. Eso si lo sabia
Y ahora vamos a lo nuestro, que es lo que os quiero contar.
De críos, y no tan críos, en casa, los bígaros, eran un bocado exquisito para aperitivos y meriendas familiares, por lo que, como entonces no se comercializaba en las pescaderías, “íbamos a ellos”, en cualquier rincón de nuestra costa.
Recuerdo que, a bajamar, los encontrábamos en la “medialuna”, en el “pozu los bayones”, o en La Barra, pero (siempre hay un, pero), los especialistas, entre los que nos considerábamos mi hermano Carlos, mis primos Javier y Tanín, marchábamos hacia la playa de Toró, donde en los “pocinos” que dejaba la mar tras su vaciante, se encontraban unos ejemplares más que substanciosos.
Ahora bien, cuando queríamos y teníamos el humor suficiente para “rizar el rizo”, entonces nos dirigíamos hacia el islote de “El Peñón” (más conocido coma “La Nao”), en la base de punta de “Jarri” o punta de “La Torre”, donde tras descender hacia “La Playina”, de cantos rodados que allí se encuentra, recolectábamos en significativa cantidad, unos bígaros de una calidad insuperable y de un tamaño (entonces decíamos que eran “grandes como puños”), que se podían comparar con el dedo pulgar de una persona adulta.
Una vez en casa, se cocían tan solo con agua y sal, lo suficiente para hacerlos (que no quedaran crudos), pero que al mismo tiempo se desprendieran enteros y con facilidad.
Y hasta ahí hemos llegado, porque alguna que otra vez, en conversaciones de gastronomía aplicada a estas maravillas de la naturaleza, me hablaron de hornos y parrillas, y sobre todo de preparaciones y salsas “estrellas Michelín”.
Yo que no me caracterizo por no ser un buen “gourmet”, sino más bien por tener un paladar muy primario (necesito comidas de sabores potentes), que queréis que os diga, no concibo, porque no entran en mi intelecto, ni los mejillones con “chumichurri”, ni los percebes con bechamel.
Y no exagero ni un pelín, que he visto cada preparación por esos puertos de Dios, que el cocinero debería ser candidato, y sin dudarlo, a la cadena perpetua.
Buena Mar y hasta la vista amigos.
Fernando Suárez Cué
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