Desde que hace milenios los hombres y mujeres empezaron a producir alimentos de forma planificada (agricultura, pesca, domesticación,) y se hizo evidente la necesidad de conservar los excedentes para poder consumirlos con posterioridad, la conservación ha hecho posible almacenar víveres para poder subsistir en tiempos de necesidad, como cuando aparecían los fríos inviernos, los tórridos y secos veranos, las malas cosechas o las hambrunas.
Dentro del deseo de guardar esos alimentos, el pescado es uno de los más nutritivos que podemos encontrar los humanos, y, si se consume fresco, los beneficios se incrementan sensiblemente, ya que, de esta forma, la concentración de proteínas y grasas es mayor.
Sin embargo, el pescado fresco es sumamente delicado, ya que puede dañarse fácilmente, por lo que el hombre, desde la oscuridad de los tiempos, se las ha ingeniado de mil maneras para que no se perdiese antes de poder consumirlo
La historia de la recolección y el consumo de pescados y mariscos se remonta a la antigüedad, originándose estas prácticas por lo menos a principios del Paleolítico hace unos 40.000 años. El análisis isotópico de los restos óseos del “hombre de Tianyuan” (humanos modernos que vivieron hace 40.000 años en el este de Asia) ha permitido demostrar que consumía pescado de agua dulce de forma regular.
Durante este período, la mayoría de la gente practicaba un estilo de vida “cazador-recolector” y, por necesidad, se encontraban en movimiento constante. Sin embargo, los primeros ejemplos de asentamientos más o menos permanentes como los de Lepenski Vir (Serbia) que data de más de 8.000 años y que desarrolló un sistema económico y socio-cultural elaborado, está como otros muchos asociado a la pesca como una fuente importante de alimentos.
Manuel Domínguez-Rodrigo, arqueólogo de la Universidad Complutense de Madrid y codirector de las excavaciones en Olduvai, dijo “Comer carne nos hizo humanos, ya que sin carne, no habría posibilidad de tener un cerebro tan grande como el que tenemos”.
Al incorporar la carne a su dieta, los humanos abrieron el camino evolutivo que condujo a las características actuales, entre ellas el desarrollo del cerebro, existiendo estudios que evidencian que el hombre evolucionó alimentándose principalmente de alimentos marinos. Uno de los indicios de esta afirmación es el importante papel del “omega-3” en el desarrollo humano, inclusive desde las primeras etapas de la vida en el útero, ya que el pescado debe de ser parte esencial de una dieta saludable y equilibrada, pues sus proteínas tienen alto valor biológico con bajo aporte calórico.
Ahora bien, la recolecta de animales y plantas marinas (algas), no estaba al alcance del hombre en todo momento (cambios de mareas, tormentas, temporales…) por lo que tuvo que aprender a conservarlos, hasta que la ocasión le posibilitara el volver a recolectarlos, y para ello aplicó los conocimientos, que, por observación, fueron muy útiles para su posterior aplicación.
Parece seguro que una de las formas más antiguas de las técnicas de preservación o conservación pero quizá menos conocidas o poco frecuentes en la actualidad, es la que nos permite el consumir “pescado seco”, que no es otra cosa fue que dejarlo secar al sol y al aire colocado sobre rejillas de madera (“hjell”) en la playa o en “casas de secado” especiales, siendo este un método sencillo, barato, efectivo, que requiere poco trabajo, siempre que esté localizado en climas adecuados, y cuyo producto resultante es fácilmente transportable en los desplazamientos, además de que el pescado seco se puede conservar comestible durante varios años.
Una de las recetas que, de la costa granadina nos ha llegado hasta hoy, nos la trae Antonio Pavón, oriundo de la localidad granadina de Torrenueva. Nos cuenta que solían secar entre 10 y 20 kg y aparte, de su consumo propio, y con el sobrante efectuar “trueques” con la gente del interior, cambiándolo por “costilla en orza” (costilla de cerdo adobada en aceite y frita para conservarla), entre otras elaboraciones de esa zona.
En las zonas costeras, habitadas mayoritariamente por familias de pescadores, el padre salía a la Mar y regresaba con el pescado fresco para su consumo. Entonces, y una vez consumido en “fresco” el necesario, se preparaba el resto del pescado, introduciéndolo en salmuera, una mezcla de agua y sal, de grano intermedio, con la que cubrían el pescado fresco, una vez eviscerado y limpio.
Ya en salmuera, el pescado, bien cubierto por la mezcla, se dejaba reposar unas 48 horas y después se cepilla la sal y se lava el pescado en una salmuera más suave (al 15%), para luego ser secado al sol.
Para ello se usaba una “cañuela” o “cañavera” (los pequeños, finos y maleables hijos de las cañas), que, tras limpiarlas bien, se le afilaban los extremos por ambos lados y se ensarta el pescado por las agallas, para colgarlos, por norma general, en la fachada de la casa que diera a Sur, por su mayor cantidad de horas al sol.
Antiguamente había varios métodos para dejarlas secar según el lugar y el pescado que se hacía, eso sí, siempre en la costa y bajo una receta no escrita, ya que estaba en la mente del marinero, como algo común, heredado de unas generaciones a otras pero que hoy es prácticamente desconocido.
Uno de los mejores pescados para secar es el boquerón, el cual se puede secar con tripa o sin ella. El hecho de dejársela hace que tenga mejor sabor y después se puede quitar si no nos gusta comérnosla. También podemos utilizar jureles y caballas de tamaño pequeño, sin “escalar” (sin abrir), ya que si tratamos piezas de tamaño grande es preferible escalarlos para que sequen bien. Otro de los pescados sería la “pitarroja” (uno de los tiburones más pequeños y delgados que hay), a la que se la tilda de exquisita simplemente a la plancha, y la bacaladilla y el pulpo, otros dos clásicos perfectos para el secado”.
Esta forma artesanal de secado se fue extendiendo y así degustaban el máximo posible. El restante, se secaba o lo tomaban en escabeche, sistema del que ya hemos hablado en una anterior ocasión.
Dentro del sistema de secado “al aire”, nos aparece la denominación de “capellán”, que es una bacaladilla, lirio o faneca menor o mollera entera, sin tripas, sin descabezar, lavada con sal y secada tradicionalmente, y que para consumirlo es necesario quemarlos a fuego abierto, bien en cocina tradicional o con un pequeño soplete.
Como llanisco, sabemos que, en nuestro caso, el secar pescado no sería un buen negocio para nuestra industria pesquera (aunque todavía no nos hemos puesto a ello), por lo que, me voy a referir al sistema de secado usado en la costa mediterránea del Sur de la península, donde la presencia del Sol es mucho más asidua.
Ahora bien, dejando la imaginación volar, creo que el sol de Andalucía con el pescado procedente de la “Cofradía de Pescadores de Llanes”, formarían una combinación que haría descender de las alturas a los Dioses del Olimpo, para disfrutar en su divina mesa de tan maravilloso resultado.
Buena Mar y hasta la vista hasta la vista amigos.
Fernando Suárez Cué
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