Desde la noche de los tiempos, en el momento que el hombre se acercó a la Mar, se sintió fascinado por el gigantesco tamaño de unos animales que originaron los mitos y leyendas, que durante siglos ocultaron el misterio, lo fantástico o el terror, unidos por una sola palabra: la ballena. El hombre empezaba a dominar la Tierra, pero pronto se dio cuenta que eran estos gigantes los que dominaban los Mares.
A partir de ahí comienza nuestra parte de la historia.
Muchos balleneros pasaban las horas de asueto durante los largos días de navegación, contando tremebundas historias sobre sus grandes contrincantes marinos, y más tarde convertidas en leyendas. Varias de esas leyendas hicieron famosas a algunas ballenas como “Old Tom” (“Viejo Tom”), “el cachalote negro”, aunque en realidad era una agresiva y peligrosa y orca conocida por los balleneros del puerto de Edén en la costa sureste de Australia. “Old Tom” medía 6,7 m (22 pies) y pesaba 6 toneladas, con un cráneo de 1 m (3,33 pies) y dientes de 13,4 cm (5,31 pulgadas) de largo.
Otro legendario era “Timor Jack”, que aparecía en el mar de Timor, y que solo se la pudo vencer con engaños. O “Don Miguel”, el cetáceo chileno marcado por las cicatrices de los arpones, como una tortuga vieja con jeroglíficos místicos en el lomo.
Pero en el centro de la mitología popular estaba “Mocha Dick” (inmortalizado por Melville, en su famosa novela, bajo el nombre de “Moby Dick”), el gigantesco cachalote, de piel gris en vez de negra, y una cicatriz blanca que atravesaba su enorme cabeza. Su nombre proviene de que el primer combate con este enorme cetáceo tuvo lugar cerca de la isla de Mocha en Chile hacia el año 1810. Treinta años después aún seguía sembrando el terror.
Pero sigamos. Los primeros humanos que se aprovecharon de las distintas partes de las ballenas fueron aquellas que se las encontraban varadas en las playas (en nuestro caso podrían ser las de “San Antolín”, “La Ballota” o “Andrín”, por ser las más abiertas a Norte), y de las que conseguían una vez muertas, piel, grasa, huesos y carne, aunque esta no fuera muy apreciada.
Unos de los primeros, entre otros, llamémosles, cazadores de ballenas, fueron los “inuit”, un nombre común para los distintos pueblos que habitan en las regiones árticas de América del Norte. La palabra significa “la gente” (en inuktitut, “inuit”), el singular es “inuk”, que significa “hombre” o “persona”, que en ligerisimos kayaks, y con de arpones, o grandes flechas, cuyas puntas estaban confeccionadas con huesos de animales o con el marfil de los colmillos de morsas, osaban ir en sus ligeros y frágiles kayak, en busca de los cetáceos considerados más pequeños, como el “narval” (los machos miden 4,5 m y pesan 1600 kg, mientras las hembras miden 4 m y pesan 1000 kg), o la “beluga”, cuyos machos pesan entre 1100 y 1600 kg y las hembras tienen entre 700 y 1200 kg. “usease”, que no son tan pequeños.
Estos cazadores empleaban una arcaica técnica de caza, ya que el arpón no iba atado al kayak, demasiado peligroso, sino que iba atado a un flotador, y cuando el arpón y el flotador cansaran al cetáceo y quedara inmovilizado, era entonces cuando se le daba muerte. Esta inteligente y práctica técnica seria empleada posteriormente con más eficacia, por nuestros balleneros.
Otra forma de cazar era la que usaban los indios” Kodiaks”, habitantes de las islas Aleutianas, que utilizaban arpones envenenados con acónito (“Aconitum napellus”), el “acónito común”, o “matalobos de flor azul”, considerada por los expertos como la planta más venenosa y letal del mundo. Estos indios se limitaban a lanzar un arpón a la ballena, hiriéndola, aunque solo fuese superficialmente. El veneno, los vientos y las corrientes, en tres días hacían el resto, y la ballena muerta terminaba varada en la orilla de cualquiera de las islas. Entonces la tribu que la encuentra examinaba la herida, y sacaba la lanza con la marca de la tribu a la que pertenecía el cazador. Inmediatamente se avisa a ese pueblo, y juntas, la tribu que la encuentra varada y la del cazador comparten el botín.
En los albores de la edad Media, los noruegos acosaban pequeñas ballenas como los “calderones” (una especie de “delfín negro”, que debe su nombre a la forma de caldero de su cabeza), dirigiéndolas hacia la costa y bloqueados en los estrechos fiordos, las remataban con la ayuda de lanzas.
Pero a partir del Siglo IX, fueron los vascos los primeros que de atrevieron a enfrentarse con las ballenas en la Mar abierta, aprovechando que durante seis meses cada año, la llamada “ballena franca”, abundaba en las cálidas aguas del golfo de Vizcaya, donde acudían para parir sus crías
Para ello empezaron a emplear los llamados “arpones libres”, o sea, no estaban sujetos a la embarcación, sino que estaban atados a unos flotadores, que, clavados sobre su lomo en el mayor número posible, hacían que el animal al arrastrarlos se fuera cansando, para posteriormente alcanzarle y darle muerte cuando sus fuerzas estuvieran totalmente agotadas.
Hasta tal punto llegó la fama de los arponeros vascos, que, en el siglo XVII, las naciones que se iniciaban en la caza de las ballenas, los contrataban con sueldos astronómicos, entre ellas Inglaterra, que, en 1610, pagó más que generosamente a seis arponeros vascos… “con el fin de que enseñaran a los marineros ingleses, el arte de capturar ballenas y matarlas”
Los artilugios pensados para la caza de ballenas, ya que como bien sabéis la ballena no se pesca, empezaba por el lanzamiento sobre ellas de los arpones de “punta fija”, para posteriormente emplear los arpones de “punta basculante”, más seguro y preciso, que tenían la propiedad de pivotar sobre su eje y abrirse cuando, ya clavado, al animal daba el mínimo tirón.
Una vez el animal cansado por los esfuerzos y la pérdida de sangre se le remata con unas largas lanzas llamadas “sangraderas”, que eran inclusive capaces de alcanzarles el corazón.
Estas técnicas fueron empleadas en todo el Cantábrico, incluida la Villa de Llanes, que nunca llegó a ser un centro ballenero de importancia, ya que sus pescadores estaban más interesados sus pesquerías invernales, importancia esta, que encima decayó hasta casi su desaparición, cuando las ballenas, sintiéndose acosadas, se trasladaron de nuestras costas, y se fueron a Mares más al norte, donde no se las pudo seguir por falta de embarcaciones, marineros, sobre todo arponeros, e instrumentos y utillajes, por sus altos costes económicos imposibles de mantener por en esos tiempos, una Villa como la nuestra.
Un gesto tan bonito como entrañablemente curioso, es la oración que acostumbraban a rezar los balleneros al término de la caza, por el descanso de las almas de las ballenas muertas por ellos. Posiblemente para que no les comunicaran a sus compañeras la suerte que habían corrido.
Continua la historia, con algún que otro avance, hasta que un noruego, el capitán ballenero Svend Fovn (1809 – 1894), un verdadero pionero, cambió drásticamente todo el proceso de caza de las ballenas, al inventar el cañón arponero y otras técnicas que modernizaron la industria ballenera y su procesamiento, eliminando gran parte del peligro que suponía esta caza, a pesar de que siguió siendo una empresa muy peligrosa, pero permitiendo de paso la caza de rorcuales, las ballenas más grandes y rápidas del grupo de las ballenas barbadas.
Svend Foyn introdujo la mecanización, con barcos de vapor equipados en la proa con cañones de gran calibre para lanzar arpones que explotaban en el momento del impacto. Construyó el “Spes et Fides” (en honor de las antiguas diosas romanas “Esperanza” y “Fidelidad”), primer ballenero a vapor, de 86 toneladas. Tenía 29 m de largo, y con un motor de 20 caballos (15 kW), podía alcanzar una velocidad de 7 nudos (13 km/h), y estaba equipado con siete lanzadores de arpones separados montados en la proa, preparados cada uno, para disparaba un arpón con su correspondiente granada explosiva.
A partir de ahí, la caza de la ballena se hizo tan extensiva, que llevo a algunas de las especies hasta el peligro de su extinción. El resto de la historia ya la conocéis.
Hasta la vista.
Fernando Suarez Cué
Bibliografía:
Antiguos mareantes de Llanes; Antonio Celorio Méndez-Trelles
Vida y muerte de las ballenas; Aguilar Universal,
Leviatán; Philip Hoare
Enciclopedia General del Mar
Asturias y la Mar; Jesús Evaristo Casariego.
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