Sobre la leyenda de la aparición de la imagen de la Virgen de Guía en la mar escribieron, entre otros, María Luisa Castellanos, Vicente Pedregal Galguera y José Parres Sobrino.
Recogemos el poético relato de este último, ilustre llanisco que fue senador del reino.
“Amaneció una mañana espléndida de otoño, sin nubes en el cielo, ni las más leve señal de tempestad. Aquella mañana salieron varias lanchas de pesca. Pasaron el puerto, izaron las velas, que se hincharon de gusto al recibir el cariñoso impulso de la brisa, promentiéndoselas muy felices los marineros de tan hermoso día. La mar estaba completamente en calma, solo agitaba su superficie el aire matinal, rizando pequeños copos de espuma que parecían erguir sus penachos únicamente para saludar a las embarcaciones, antiguas conocidas suyas. Reflejábase el sol en todas las extensiones del mar, abrillantándolas con tonos metálicos, y en cada rayo de luz parecía enviar a los pescadores un rayo de esperanza, al tiempo que infundía suave calor en el ambiente, saturado aún de la helada de la noche.
Muy cerca del mediodía, cambió el panorama. En la linea en que la mar y el cielo se confunden, aparecieron nubecillas y más tarde se tiñó el mar a lo lejos con tintes negruzcos. Aunque para el profano nada presagiaban estas señales, los marineros más precavidos procuraron acercarse al puerto a toda velocidad. Una racha de viento se pasó de pronto levantando gran oleaje y haciendo girar sobre si mismas a las descuidadas embarcaciones. Recogiénronse las velas, échose mano a los remos y emprendieron el camino hacia tierra, dirigiéndose pocas palabras entre si y muchas e inquietas mirada a las nubes.
Faltaba una de las lanchas, una que había ido más lejos que sus compañeras, y distraídos los tripulantes con la abundancia de la pesca, no se fijaron en la maniobra de las otras. Solo cuando la ráfaga de aire caliente les dio en el rostro y obligó a crujir la lancha, los hombres se miraron, cambiando sin hablar sus impresiones, y con el ceño fruncido y la cabeza baja comenzaron a remar acompasadamente.
Quien no haya vivido en la costa Cantábrica no puede figurarse la rapidez con el que el cielo se cubre de negros y espesos nubarrones, se encrespa el mar, comienza a estrellarse contra las rocas de la costa y en un instante se vuelve oscura y terrible aquella decoración.
En tan críticos momentos, una ola terrible, altísima, venía hacia ellos. Al lado de aquella montaña verde, la lancha y los hombres parecían una hoja de árbol. Y sobre la ola, cabalgando sobre su inmensa cresta de espuma, venía un madero grande. Sobre este monstruo no había defensa posible. Los marineros abandonaron todo, se encomendaron a Dios y aguardaron. La tripulación se creyó levantada en el aire unas veces y sumida en el abismo otras, y siempre girando con vertiginosa rapidez, se oyó mucho ruido de columnas de aire que chocan entre si, luego el golpe que produjo el madero al caer en la lancha y de la madera rota en pedazos. Cuando aquellos infelices recobraron el dominio de si mismos, estaban dentro del puerto. La ola les había llevado en sus entrañas. Fijáronse entonces en el madero, era una imagen tallada de la Madre de Dios. El grito de ¡milagro! ¡milagro! corrió de boca en boca y los marineros agradecieron su salvación a la Virgen, que les había guiado para entrar en el puerto”.
Imágenes, Valentín Orejas
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