LA TEMBLADERA

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Hay veces que uno piensa que con los amigos que tiene, ya no hace falta ningún enemigo, y eso es lo que de vez en cuando sucede, cuando estás entre los de tu pandilla.
Esto que os voy a contar, fue totalmente cierto, y de todo lo que recuerdo de lo sucedido, todavía me pregunto de que se reirían aquellos “mocas”.

Había quedado en el muelle a las 04:00 h. con José Antonio García Álvarez (“Tajuelo”), para salir con ellos a la mar en la “Celesta”, y si no recuerdo mal, llevando como tripulantes a Julián Díaz Sotres (“Mél el Colilla”) y Ángel Carrandi García (“Gelo”),
Por allí aparecí con más sueño que vergüenza, pero la afición y el gusto por la Mar, podían con todo. Hay por ahí alguna guapa moza que lo entiende, porque lo ha experimentado. Pero no nos dispersemos, que es muy mío.
Zarpamos hacia el O. aproando hacia “lo negro”, pues la luna estaba en su fase “nueva” (luna “negra”), y yo sentado sobre la tapa-regala de la amura de babor, me entretenía en ir contemplando las luces del puerto de Llanes y las del Paseo de San Pedro, intentando imaginarme como seria la antigua navegación, tan solo a son de la Mar y del viento, sin motores, sin faros, y casi luces que te señalaran los límites entre la tierra y el agua, cosa que solo debían hacer las estrellas, en esa constante eterna, de que, “cuanto más negra es la noche mucho más brillan ellas”.

Arranchada ya la lancha, apagadas las luces de cubierta que se habían usado para ello, y tan solo mantenidas las de posición, al acelerar su andar aproada a la zona de pesca, era cuando comenzaba un espectáculo que cada vez me tenía más fascinado, no por más visto, y que no era otra cosa que la bioluminiscencia, esa luz producida por organismos vivos que habitan en la Mar.
En esa negra Mar, aparecía de pronto lo que podríamos definir como una efímera serpiente luminosa, que no dejaba de ser el rastro bioluminiscente que dejaba a su paso algún pez, que, asustado por la embarcación, se separaba rápidamente de ella buscando aguas más profundas.

Otras veces era un pequeño banco de, posiblemente mugles, que al desplazarse todos juntos y al mismo tiempo, el rastro que dejaban era como es de un animal más grande, para así poder confundir a sus posibles depredadores, hasta que llegabas a cruzarte con algún “bálamu”, de un tamaño más o menos curioso, y entonces el fogonazo que se daba en la Mar, era tan grande y espectacular, que lo que me imaginaba era si por debajo nuestro no habría pasado algún joven Leviatán.


Llegados a las coordenadas preestablecidas comenzaba la operación para largar el aparejo, y una vez acabada nos retirábamos, unas veces a intentar pescar algún calamar, u otras veces, si la Mar lo permitía, para quedarnos a la deriva y relajarnos, todos menos el patrón, que seguía de guardia, hasta la llegada de la luz.
Antes de seguir, permitirme que os haga un pequeño apunte, sobre el coprotagonista de esta historia, una “tembladera”
Estos “elasmobranquios torpediniformes” (no es cultura, lo acabo de leer, porque no tenía ni idea del nombrecito), pueden llegar a alcanzar una longitud de 70 cm. Tiene el cuerpo aplanado, casi circular, con una cola fuerte. Su color es marrón, variando la tonalidad según la especie, y puede tener un jaspeado más o menos marcado. Poseen órganos eléctricos situados en la parte inferior a ambos lados del cuerpo basados en células musculares transformadas. Se dice que pueden generar descargas de hasta 220 voltios y 1 amperio, y hasta ahí llego.

Se empiezan a levantar los aparejos, y por ganas de ayudar, les pregunto donde me pongo, y sin dudarlo me colocan tras el “alador”, para recoger el aparejo e ir estibándolo a un lado hacia proa, ya que al parecer era el puesto más cómodo, pues según decían todo trabajo lo hacía la máquina. ¡Santa inocencia!
A los 20 minutos, yo ya no podía ni con mi alma y se me rebelaron doloridos músculos que estoy seguro yo no antes no tenía, ni los tiene nadie. Además, miraba la bolla con el banderín del final del aparejo, y la muy canalla no se acercaba, es más, me daba la sensación de que cada vez estaba más lejos, camino de Santander.
Por orgullo aguanté hasta el final del aparejo, pensando que explicación lógica iba a dar en casa para poder encamarme, en coma, durante una semana.

Se acabó el alar y vino la operación de librar el pescado que todavía estaba enredado en el paño, operación ya más divertida y tranquila y que no se me daba mal, hasta que debajo de todo apareció la tembladera, y ahí comienza la “risión”.
En honor a la verdad yo no sabía cómo meterle mano a esa “señorita”, por lo que, al verme titubear, “Tajuelo” me dijo…” Clávale un cuchillo entre los ojos y se te acaba el problema”.

Dispuesto a hacerlo, desenfundé el cuchillo náutico que llevaba colgando del cinturón, pero al verlo “Tajuelo” me dijo… “Es una pena que manches ese, coge uno de los que hay por aquí” … y entonces… ¡Ay, amigos!…
Entonces alguien (ciertamente no me acuerdo, pero tenía que ser alguien que me apreciaba en demasía), me alargó un cuchillo de cocina con más carrera que la que hizo “Juan Sebastián de Elcano”, y yo ni corto ni perezoso, le metí un viaje entre los ojos, que quedó tieso… ¡Pero vaya, que el quedó tieso fui yo!, porque me soltó tal sacudida, desde la mano al occipucio, que todavía se me encogen los dedos cuando lo recuerdo. Mas tarde me enteré de que a esta descarga le llaman “la patada”, y por Dios que tienen razón.
Lo primero que sentí, fue una contracción fuerte e instantánea de los músculos del brazo y parte superior de la espalda, que tardaron un tiempo en recuperarse, para después terminar con unas agujetas bastante dolorosas. Por supuesto se acabaron para mi la faena de pesca, y lo único que deseaba era llegar a casa, no sé para qué, pero llegar.
¿Qué había pasado?

Pues que esa pandilla de “maizones”, me dieron un cuchillo, que, inocente de mí, aparte de estar mojado, no me di cuenta de que le faltaba una de las cachas de la empuñadura, por lo que, al cogerlo, entré en contacto directo con el hierro. El resultado os lo podéis imaginar, pues me entró “un no sé qué”, “que, qué se yo”, “que yo no sé” … Lo dicho, “de la Mar al consumidor, y sin intermediarios”.
Y ahora decirme… ¿Era para matar a esos “mocas” o no?
Si no hubiese sido por lo mucho que los apreciaba…
Buena Mar y hasta la vista.
Fernando Suárez Cué

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