Hojeando “El Oriente de Asturias”, me topé con una colaboración de Lorenzo Laviades sobre los pozos que la mar, en sus idas y venidas, deja en las playas de la villa.
El habitual colaborador del semanario nos cuenta que en la playa de Puerto Chico, donde según el cantar se bañan los llaniscos de corazón, cuando llegaba el verano una de las diversiones favoritas de los críos de entonces era “mariscar” por sus charcos, en los que, como si se trataran de guarderías de pececillos, abundaban mayones, barbaditas y esquilas. Así, nos describe que en dicho arenal se formaba en la parte oriental un pozo de pequeñas dimensiones, apenas dos metros, y en la parte oriental, la zona más concurrida, otro, conocido como “el pozo de los pulpos” de análogo tamaño, pero de mayor profundidad, cueva más grande y en los que a veces se presentaban los inteligentes moluscos. En ambos, los críos echaban sus rudimentarios aparejos de pesca, que no eran más que un hilo de carrete que no llegaba al metro de longitud, una plomada, que seguramente no abultaba más que un perdigón; y un anzuelo diminuto, que hacía que el pequeño pez que se lo tragara le acabara saliendo casi por la cola. Además, nos hace partícipes de una experiencia en relación a la carnada, ya que Laviades y sus amigos habían descubierto que el mejor cebo era la gusana de roca, pues las llámparas y bígaros machacados eran despreciados por los pececillos que se limitaban a olerlo y a alejarse a toda velocidad, como diciendo: “Es una carnada muy dura, sino la cambiáis, no vamos a picar ni uno”.Sin embargo, en torno a la gusana de roca se agrupaban de media una docena de cada una de las tres especies citadas, siendo las esquilas las más antipáticas, ya que al no poder tragar el anzuelo, tenían los críos que meter muy sigilosamente los dedos en el agua para tratar de cogerlas por las antenas, pero no era fácil, había que ser muy diestro, pues a la menor agitación de la superficie, salían disparadas dando unos saltos hacia atrás. En cuanto a los mayones, mucho más brutos y dotados de una hosca cabeza, se acercaban al cebo y apartando a todos los demás no dudaban en tragarse el anzuelo. Respecto a la barbaditas, a las que Laviades califica como los seres más educados de los pozos, aunque desconfiaban, acaban por tomarle el gusto a la carnada.
Y al releer estas líneas, me he percatado de que los charcos de marea me han trasladado a la niñez, a cuando ejercían sobre mí una atracción irresistible, al verlos como mares en miniatura a los que no les faltaban bahías, tranquilas ensenadas, cabos, istmo e islas.
Fuente, “El Oriente de Asturias”
Imagen, Valentín Orejas
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