Era Mel, que curiosamente no se llamaba Manuel, sino Julián y de apellidos Díaz Sotres, un marinero ágil, fuerte y animoso, curtido en todas las lides de la pesca de bajura, además de cargado de sabiduría y experiencia.
Este marinero, a quien todos querían y respetaban, construía unas lanchinas de hojalata, con las que los críos, cuando el puerto estaba en marea baja, jugaban desde el puente hasta la barra.
La materia prima que utilizaba para fabricarlas y que le traían sus clientes, eran latas largas, anchas y manejables.
El precio de aquellas lanchinas totalmente artesanales oscilaba entre 25 y 30 céntimos, que venía a ser lo que costaba una entrada de cine los domingos.
El proceso de fabricación de la lanchinas de Mel empezaba con una fogata que tenía el fin de que la lata soltara el estaño, ya que de esa manera se desprendía suavemente ese material de las juntas. Seguidamente, Mel la atenazaba con dos palos duros para enfriarla en un pozo o en la fuente que había en el Fuerte, sobre cuyo bordillo de piedra afilada solía construir las que él consideraba ordinarias. Si bien, cuando le traían envases de la Giralda o Carbonell, su materia prima preferida, las ejecutaba en las planchas de la vieja grúa que se dejó olvidada al realizar la barra. Y dale que dale estiraba y moldeaba la lata hasta dejarla más suave que un guante y lista para los cortes y dobleces.
También, era importante informar a Mel sobre el destino de la lanchina, porque no era lo mismo una embarcación aparejada de banquillos de mesana y palo mayor, que otra que se iba a dedicar al cabotaje.
Así, aquellos juguetes se convertían en la envidia y la ilusión de los críos que las poseían. Y no era extraño escuchar: “ esa lanchina la hizo Mel, no hay más que verla”.
Fuente e imagen, “El Oriente de Asturias”
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